“Las joyas de la Castafiore” es uno de los álbumes más singulares de toda la saga de Las aventuras de Tintín y, quizás precisamente por ello, el preferido de no pocos tintinófilos. Ahora que se cumplen 50 años desde que comenzó a publicarse en la revista Tintín, celebramos la efeméride releyendo esta obra maestra, aprovechando a la vez para retomar este apartado del blog, “Relecturas”.
Ríos de tinta han fluido ya sobre Las Joyas de la Castafiore (incluso hay un libro monográfico que analiza pormenorizadamente el álbum, “Les bijoux ravis” de Benoit Peeters), por lo que resulta difícil, si no imposible,destacar aspectos de esta obra que no se hayan tocado ya. De modo que lo pretendo aquí es poco más que compartir con vosotros la experiencia de su relectura y mis impresiones personales.
El 4 de julio de 1961 aparecía el primer capitulo de la aventura en la revista Tintín belga (En la edición francesa, empezó el día 20 de ese mismo mes).
Así arrancaba esa “aventura” de Tintín, y lo pongo entre comillas porque, como veremos más adelante, en realidad no es una aventura como tal. Imagino que su lectura por capítulos despertaría la intriga de los lectores de entonces, gracias a las pistas falsas que iba introduciendo Hergé para hacer creer al lector que una serie de personajes estaban involucrados en un plan para arrebatar a la diva su preciada esmeralda, regalo del maharajá del Gopal. Hoy, al releerlo, aun sabiendo que estos elementos de suspense no son sino trampas del guión (ahora se me antojan más tramposas, valga la redundancia, igual que me sucede al volver a ver “El Golpe”, de George Roy Hill), el álbum se sigue leyendo de un tirón, lo cual es un verdadero prodigio. Aunque la intriga no nos intriga, no podemos dejar de admirar el dominio de los recursos narrativos que Hergé despliega, y los gags y los diálogos nos siguen haciendo reír; a mí, por lo menos me hacen incluso más gracia que el primer día, quizá porque con los años he ido cogiendo cariño a los personajes y conociéndolos mejor. Así, las sucesivas desgracias concatenadas a que se ve sometido el capitán, las percibo como si le pasasen a mi propio hermano; es como volver a ver una película de super 8 de cuando éramos pequeños y recordar nuestras peripecias de antaño.
El capitán Haddock es para mí el personaje central, el verdadero protagonista, sin lugar a dudas. La determinación con la que corre a hacer las maletas al enterarse de la inminente llegada del ruiseñor de Milán no es una pose ni una broma, es puro pánico, pura autodefensa. Que le echen encima mil naufragios, que los soportará en el puente, pero ante “el ciclón ambulante” que se le viene encima, huye como un conejo. Esta escena es clave, pues nos ayuda a comprender mejor lo que viene después, es decir, cómo se siente nuestro amigo ante todo lo que va sucediendo, todo ello bien alejado de lo que a él le gustaría. El esguince que le impide escapar es sólo el principio de una serie de pequeñas catástrofes, a veces con el sonido de fondo de la voz de la Castafiore, que Hergé transmite genialmente con el recurso gráfico de las bandas en amarillo que pasan de una viñeta a otra, dando la impresión de una omnipresencia perturbadora.
Haddock buscaba la paz del hogar y es víctima continua del ataque de los pesados. Hergé dejaba a ver en su diálogo con Numa Sadoul en “Conversaciones con Hergé” su aversión a esos personajes inoportunos que se permiten el lujo de perturbar en cualquier momento la intimidad y tranquilidad de uno. En ese sentido, Haddock es aquí un autorretrato de Hergé, enfrentado a esa fobia a los pesados, que en esta ocasión se multiplican (la soprano, Serafín Latón, la banda municipal al completo bebiendo champaña o el alcalde pronunciando un plomizo discurso para felicitarle por un noviazgo que no existe). Hergé retrata genialmente a este tipo humano, destacando esa especie de ceguera o egoísmo del pesado que implica el no ponerse en el lugar del otro y preguntarse. “¿le interesará lo que le estoy diciendo?” Por lo visto, él mismo se veía sometido de vez en cuando a esta tortura cotidiana. Según cuenta a Sadoul, la escena de la banda tocando en el castillo le sucedió e él en la realidad (¡y los músicos se despidieron brindando por Spirou!).
Un aspecto no muy comentado que me ha llamado la atención en esta relectura es el lado menos amable del personaje de la Castafiore, que se manifiesta en una ligera crueldad al tratar a su camarera Irma, por ejemplo cuando le dice “La espero desde hace un cuarto de hora”, cuando la acaba de llamar .Cuando la otra le pregunta si ha visto sus tijeras, le espeta: “no me corresponde a mi cuidar de sus cosas”. Igual que el retrato de los pesados del que hablábamos arriba, en este caso creo que hay una sutil crítica hacia las personas que siempre muestran su mejor cara ante la prensa o ante quienes consideran gente importante, y luego dejan ver su falta de calidad humana al tratar a sus subordinados, con quienes se descargan de sus frustraciones. Hergé no hace con ello gags como tales, sólo da estas pequeñas pinceladas.
Me he fijado también especialmente esta vez en el personaje de Tornasol. Aunque sigue en activo (inventa la televisión en color un lustro antes que en la realidad), en este álbum tiene una aire como de alegre y enamoradizo jubilado que, después de haber pisado la luna, no tiene la menor intención de embarcarse en situaciones parecidas, y da más cancha a su hobbys, como la jardinería o la lectura.(su papel poco activo en Vuelo 714 y Los Pícaros confirma esto).
En un mometo de la historia se le dice que más vale que se dedique a hacer nuevas variedades de rosas que ha hacer saltar el mundo por los aires, en una alusión a El asunto Tornasol, es decir, a su actividad en la época de la guerra fría, que ahora parece tan lejana.
Respecto a Hernández y Fernández, quizá porque hace poco he leído un par de adaptaciones de novelas de Agatha Christie en comic (por Rivière y Miniac), no he podido evitar que los dos policías me recuerden más que nunca a un Hércules Poirot por duplicado.
El detective “christiano”, además de bigotudo y de nacionalidad belga, comparte con ellos los procedimientos para los interrogatorios, con ese estilo irritante, abordando al interrogado como sospechoso en potencia, poniéndole contra las cuerdas con el objeto de sonsacarle. Pero, si a Poirot solía darle resultado, en el caso de Hernández y Fernández da lugar a un batacazo casi tan memorable como sus caídas en los suelos recién fregados.
Michael Farr en “Tintín, el sueño y la realidad” destaca el hecho de que los detectives, en cuanto se enteran de la existencia de un campamento gitano en los alrededores, exclaman:” ¿Cómo no nos lo había dicho antes? Ya tenemos a los culpables”, encarnando otro tipo humano, el de las personas con prejuicios hacia las minorías étnicas. No vale la pena seguir investigando, piensan, seguro que han sido ellos. Tintín les reprocha acusarles sin pruebas por el mero hecho de ser gitanos. Todo esto me ha llamado la atención ahora, cuando la inmigración está tan de actualidad, y aparecen de vez cuando voces que identifican de modo directo minorías étnicas y delincuencia.
Pero la frase que más me ha gustado esta vez de los detectives, y que no recordaba, es la que dicen a Tintín una vez que éste ha resuelto el caso y encontrado al esmeralda: “Gracias por su empujoncito”. Hergé se burla de la gente que se pone las medallas de los éxitos ajenos; yo aún diría más: de aquellos que son incapaces de reconocer el éxito del otro y sobrevaloran lo poco (o mucho) que ellos mismos hacen.
Y, finalmente, Tintín. Como alguien ha dicho ya, se le ve como aburrido en este álbum. Y es que, como decía al principio, Haddock es el protagonista, con lo que el titular de la serie se ve desplazado hacia un lado. Hay algo también poco usual, y es que se le ve en momentos de intimidad no muy frecuentes en la serie, como cuando se queda un rato disfrutando en la oscuridad de la música de los gitanos, observándoles a cierta distancia.
El retrato de los periodistas que se hace en el álbum también ha dado que hablar; en este sentido, es muy certero el comentario de Benoit Peeters en “Le Monde d´Hergé”, cuando habla de la imagen que se da del mundo del periodismo en las Joyas de las Castafiore, vinculado al papel cuché y a los paparazzi con pocos escrúpulos, centrados en la vida privada de los famosos, que no dudan en deformar la realidad o lanzar afirmaciones con poca base. Peeters resalta el contraste entre estos periodistas y el propio Tintín de los primeros álbumes, el periodista abnegado, viajero, comprometido y heroico. Estas alusiones a la prensa del corazón, hoy día no sólo están plenamente vigentes sino que parece que, una vez más, Hergé se adelanta a su época, pues es un campo que ha ido creciendo exponencialmente desde entonces.
Mi amigo Pablo Herranz me recordaba hace poco las declaraciones de Alex de la Iglesia comparando a Hergé con Hitchcock y mencionando "¿Pero quién mató a Harry?" y "Las Joyas de la Castafiore" como el divertimento de dos genios. Y en efecto, en ambos casos se abandona el suspense y la aventura de otras obras para recalar en la comedia. Y es que, por encima de todo, Las joyas de la Castafiore es eso, una comedia, aunque con elementos policíacos. Así se titula precisamente (“COMEDIA”) el artículo sobre Las Joyas en el CAIRO especial Hergé y cuya lectura recomiendo.
Otro amigo mío y lector de este blog, Tontin, sostiene que este álbum fue concebido para ser el último de Tintín, aunque luego se acabaron publicando dos más. Una interesante teoría, que no seré yo quien rebata en este momento.
Para ir cerrando, añado a esta pequeña galería de imágenes una foto de una plancha original del álbum que alcanzó en subasta el nada desdeñable precio (la plancha a tinta mas el crayonée) de 250.000 €.Poco más, sólo recomendar a todos que aprovechéis como yo este aniversario para sentaros cómodamente en el sillón de orejas y disfrutéis de nuevo del placer de revisitar este atípico y genial álbum.