Hace mucho que uno ya no puede permitirse asistir al cine con la frecuencia de antaño. Obligaciones mil te apartan de las salas y las posibilidades son contadas a lo largo del año. Sí, sí, se puede ver el cine en casa, pero en pantalla grande mantiene cierta magia. Así que cuando encuentro un hueco para ir al cine uno se las promete felices.
Sin embargo, creo que el panorama cinematográfico ha empeorado lo indecible. Consultas la cartelera y te encuentras que los cines más alternativos han ido cerrando inexorablemente, olvídate pues de aquella-película-francesa-comentada-en-el-periódico que, misterios de la distribución, se estrenará sólo en Madrid o Barcelona. En su lugar puedes acudir a una serie de multisalas que prácticamente repiten la misma programación: tienes decenas de pantallas a tu alcance pero la copan un reducido número de títulos. Como la pescadilla se muerde la cola, los estrenos están hiperpublicitados y se crea en torno a ellos una especie de obligación social si se quiere estar al día. Huelga decir que se suelen hinchar sus méritos con tal de que el respetable pase por taquilla.
Total, que entre el bloqueo estadounidense impuesto a otras cinematografías, la disminución del consumo cultural que ha mermado las salas con ofertas alternativas y el escaso interés que me suscita el grueso del cine actual, he de reconocer que hoy por hoy encuentro más interesante la oferta de mundo del cómic, preñada de títulos sólidos y con una variedad temática y estilística envidiable.
Los últimos estrenos cinematográficos que he podido ver reafirman esta impresión, aparte de tener la molesta sensación de haber sido víctima del marketing. Cuando salgo de la sala, pienso en que podía haber elegido otra película, pero también en qué buenos momentos nos ha proporcionado otras noches de estreno, las de los cómics que ya nos acompañan de por vida.
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